Me pregunte infinidad de veces por ellos dos; la historia no tiene relato, solo tiene silencio, mutismo, secreto y omisión.
Hace más de 50 años nací de la unión de dos seres a los cuales jamás pude complementar en mis recuerdos. Individuales, distintos, opuestos; a destiempo el uno del otro, estériles de afectuosidad entre ellos, gélidos maritalmente hablando. No hay recuerdos, ni contados ni vividos, de aquel romance. Solo algunas fotos en blanco y negro que fueron captadas la noche del casamiento. En ninguna hay besos, ni abrazos, ni miradas cómplices. Fotos obligadas por las circunstancias, inventadas por la creación de algún fotógrafo. Fotos que no hablan, esas que vienen de fábrica sin emoción. Digamos que alguna libreta de casamiento descolorida justifica el evento, pero aun así no evidencia ni un solo maravilloso minuto de amor. 
Algunas otras fotos, fueron prolijamente cercenadas, es decir, yo cuelgo del brazo de mi madre y por ahí se asoma un puño de camisa, el resto es vacío, como si hubiera sido mal editada. La foto se desbalancea y yo quedo en el aire, colgando de ese vacío. Todas las fotos de mi infancia fueron amputadas, excepto las que estoy sola.
Tenía cuatro años cuando ellos se divorciaron y no hay recuerdo que alguno de los dos me hayan  podido contar. Siempre intente saber cómo fue posible esa unión, hasta una puteada bien pronunciada modificaría esa aséptica manera de relacionarse.
No hay relatos de vacaciones, ni imágenes juntos abrazados ellos dos, o nosotros tres, no hay historias de cumpleaños, ni anécdotas, no hay nada. Como si ese casamiento hubiera pasado por un túnel donde al llegar al final, el camino se bifurca y esos dos cónyuges que caminan hacia atrás, van borrando las huellas que trazaron sus pies. Sé que soy hija de ellos, de eso no tengo dudas, lo que no sé, es de la existencia de ese vínculo marital entre ellos dos. De adolescente me preguntaba infinidad de veces, cómo habría sido esa noche de amor en la que me convertí en cigota, llegue a imaginarme en un tubo de ensayo de un centro de fertilidad, o dentro de un sobre como un mensaje del espíritu santo dejado en la mesa de luz de mis padres, o colgada de un pañuelo sostenido por el pico de una cigüeña. Busque alguna señal que me dijera que eran reales, tangibles, que alguna vez habían vivido una vida con o sin amor. Nada, nunca encontré ni escuche, nada.
Me retracto, hace unos años, apareció  en la casa de mi madre un plato de porcelana blanco y celeste, de esos que se usaban para servir masas, y cuando pregunte por él, ella me respondió que era un regalo del casamiento con mi papa, después se hizo un largo silencio. Me lo regalo, lo conservo como un único testigo de esa historia que nadie cuenta y de la que yo soy herencia genética.
La pandemia, nos trajo nuevas formas de comunicarnos, y como no podía ser de otra manera, armamos un grupo familiar en red para poder interactuar entre nosotros, una manera de seguir conectados mientras se nos van pasando los interminables días.
Ayer por la tarde, en medio de una tormenta, llego un mensaje de unos de los integrantes del grupo, que con mucho dolor nos cuenta que cierra "El Rubí", pizzería de antaño, reliquia milagrosa de los lanusenses. Los resabios de un gobierno neoliberal y la contrapartida de un virus enardecido, terminaron apagando las luces y bajando las persianas de la gloriosa pizzería del barrio. 
Todos empezamos a escribir a gran velocidad lo que recordábamos de ella, mientras nos lamentábamos por el inesperado final: La barra larga donde comías de parado y al paso, la mozzarella aceitosa chorreando entre los dedos, el vino moscato desbordante en vasos rústicos de vidrio y la faina ¡la faina! Era enorme, tanto que no se podía cortar en triángulos regulares; lo hacía un mozo enardecido que cortaba a la velocidad de la luz, porciones en forma de luna de cuarto menguante y las apilaba a un costado de la gran tabla de madera. El olor de esa pizza te perseguía durante días, te embriagaba las fosas nasales, la poca higiene de los pisos que uno aceptaba incondicionalmente, el punto de encuentro obligado cuando aún no existían los bares de diseño y la parada del colectivo estratégicamente ubicada, te obligaba a cruzar aunque sea por un trozo de ese glorioso manjar.
y así, como si nada, y como quien no quiere la cosa, el destino se dio vuelta y mi madre rompió el silencio de manera natural y dijo: a esa pizzería yo iba con tu papa... El resto de la conversación no la seguí, solo sé que ahí estaba la evidencia, ahí los vi. Los pude imaginar sin el menor esfuerzo, los vi reírse, mancharse la ropa con la salsa rojiza y picante. Los vi brindar con el moscato desbordante, o la cerveza imperial helada. Los vi sentados en un rincón, hablando en secreto, afectuosos, felices, ilusionados. Los vi conectados, contándose alguna anécdota, compartiendo, por una única vez, pero los vi.
Cerré los ojos y los vi ser y en ese instante yo también fui.
La foto cercenada ya no está desbalanceada. No hay más vacíos ni agujeros negros. Solo faltaba algún recuerdo tangible, real y poderoso, que al ponerlo en palabras, de una vez y para siempre la foto terminara retocada.